Shakespeare

"No temas a las sombras ni al olvido, que tras la noche un nuevo día brillará sonriente y con la espada rota del héroe caído se forjará la espada del valiente..." (W.S.)



Quizás la mayoría de nosotros comienza a escribir la historia de su vida mientras la está viviendo. Otros esperan a que pasen grandes cosas y otros escriben grandes cosas que quizás nunca vivirán… (Adolfo)































































miércoles, 2 de noviembre de 2011

Una paloma blanca

Una paloma blanca
Se acercó a mí lentamente y algo cabizbajo, no más de un metro entre su naricita y el suelo, pelito colorado, remera de hermano mayor y un desprolijo pantalón con remiendos en la rodilla. Las manos atrás, en claro gesto de esconder algo... ¿Usted es el pastor? fue el primer disparo a quemarropa y sin presentación. Se detuvo a unos metros como dispuesto a no acercarse si no recibía contestación.
Yo lo miraba fijamente mientras asentía con la cabeza. El Pedro es mi amigo... y viene a religión; dice que usted le enseño que el Espíritu Santo es una paloma... una paloma blanca...
En toda esta balbuceante frase me miró fijamente a los ojos, tratando de ver si era verdad lo que le contó su amigo. Me acerqué unos pasos hacia él y me senté; lo invité con el gesto de marcarle el lugar en un banco. Continuaba mirándome.
Y... ¿qué más te contó el Pedro?... Que usted les lee La Biblia y ellos juegan y se empujan... y después juegan a la pelota y... ¿Qué es el Espíritu Santo?... Porque el Pedro dice que es Dios... ¡Qué va ser!...
Ahá...¿y a vos que te parece? ¡Eso es un cuento del Pedro! Dios no puede ser una paloma blanca.
Noté que de repente el coloradito bajaba la cabeza y apretaba más contra su espalda aquello que sus manos ocultaba, hasta me pareció que su voz se quebraba en aquella última frase. Lo invité a nuevamente a sentarse, ahora con el gesto y la palabra, y aceptó; aunque no muy cerca mío. Lo miré con toda la ternura que me despertaba y nuestras miradas se cruzaron por un fugaz instante. Le brotó un llanto que, hasta ese momento, había sido contenido. Me apreté a él y lo abracé.
¡Vamos coloradito!... ¿Qué te pasa? Yo... yo maté una paloma blanca, dijo entre sollozos... siempre le tiro a los gorriones...pero ¡ni de cerca!... pero a la paloma le dí justito... Dejó caer su cabecita sobre mi rodilla y estalló en llanto. De sus apretujadas manos cayó aquella honda rudimentaria. Dejé de hablar y sólo lo acariciaba.
Lo sentía llorar y me angustiaba aquel pequeño. Me fui perdiendo en imágenes y pensamientos que me surcaban a mil...
¿Cuantas palomas blancas habremos matado los hombres? ¿Alguna vez lloramos por ello? ¿Una sola vez nos habremos arrepentido?
Adolfo A. Pedroza/Rosario/Santa Fe
Publicado originalmente en la  Red Latinoamericana de Liturgia CLAI